domingo, 20 de mayo de 2012

Nieves

Decidí buscarla, muchos años después. No sé qué me movió a hacerlo, pero lo hice.
Entré en la papelería y seguía estando allí. La acompañaba un muchacho joven y fuerte que, a juzgar por las canas de Nieves, debía ser su hijo. Me acerqué a ella, le sonreí y le dije: “Hola”. Ella me miró a los ojos y me dijo: “Buenos días, ¿qué desea?”. No vi un destello de reconocimiento en sus ojos, ni un despojo de complicidad en su sonrisa. Ella no sabía quién era yo, y, por supuesto, no sabía que la conocía, ni mucho menos que yo la había amado en secreto cuando teníamos quince años y una vida por delante.
Me aplastaron la realidad y mi cobardía. Al final acabé comprando un par de lápices y una goma de borrar y, si hubiese podido, hubiese comprado una oportunidad de volver a aquellos años y decirle lo que sentía.
Teodoro Peñaroja Canós

jueves, 10 de mayo de 2012

La cazadora de abrazos

Para los Yansana ni la boa constrictor con su abrazo mortal es tan temible como la cazadora de abrazos o Rivasana en su lengua. La Rivasana es un ser de su primitiva mitología mitad mujer-mitad alondra que se alimenta solo de frutas. Lo que más temen los Yansana de la cazadora de abrazos no es su mirada capaz de derretir la piedra, ni el perfume que la envuelve que hace perder la cabeza. Lo que realmente temen los Yansana es su canto. La cazadora de sueños solo canta una vez cada 77 lunas y los indios no se ponen de acuerdo en si su canto es parecido al de la alondra o el murciélago. Algunos piensan incluso que su canto suena como las caracolas. Sin embargo todos coinciden en que si escuchas su canto no podrás volver a abrazar nunca más a nadie porque la Rivasana te roba con su trino todos tus abrazos.
Cada uno de los constantes ruiditos de la selva es recogido en la pequeña aldea Yansana primero con un susto y luego con un festival de abrazos alegres para comprobar que esta vez tampoco cantó la Rivasana.

sábado, 17 de diciembre de 2011

El amor

Me refugié bajo un portal. De la casa de enfrente llegaban las notas de un vals. Cesó la lluvia, y en el balcón de aquella casa apareció una muchacha morena vestida de amarillo. No la veía bien, allá en lo alto; no hubiese podido decir “su nariz sonrosada”, pero me enamoré; quizá fue por el aguacero, quizá el brillo de las goteras bajo el sol que asomaba otra vez (nos sigue de puntillas alguien que mueve las nubes, suscita clamores en los caminos sólo para que nos empujen donde a él le conviene, pero de modo que se acuse a las nubes y a los clamores).
Desde el balcón se le cayó a la muchacha un pañuelo; corrí a recogerlo y entré en el portal escaleras arriba. En lo alto me esperaba la muchacha: “Gracias”, dijo. “¿Cómo te llamas?”, le pregunté jadeante. “Ana”, respondió, y despareció.
Le escribí una carta como jamás he vuelto a escribir en la vida, al cabo de un año era mi mujer. Somos felices; a menudo viene a vernos María, la hermana de Ana; se quieren y se parecen mucho.
Un día se habló de aquella tarde de verano, de cómo nos habíamos conocido Ana y yo. “Estaba en el balcón –contó María- y, de repente, se me cayó el pañuelo. Ana estaba tocando el piano. Le dije: “Se me ha caído el pañuelo, alguien viene a traérmelo”. Ella, menos tímida que yo, fue a tu encuentro y os conocisteis, lo recuerdo como si fuera ayer; las dos llevábamos un vestido amarillo.

Cesare Zavattini

sábado, 3 de diciembre de 2011

Ventana sobre la palabra

Magda recorta Palabras de los diarios, palabras de todos los tamaños, y las guarda en cajas. En cajas rojas guarda las palabras furiosas. En caja verde, las palabras amantes. En caja azul, las neutrales. En caja amarilla, las tristes. Y en caja transparente guarda las palabras que tienen magia. A veces, ella abre las cajas y las pone boca abajo sobre la mesa, para que las palabras se mezclen como quieran. Entonces, las palabras le cuentan lo que ocurre y le anuncian lo que ocurrirá.


 Eduardo Galeano

viernes, 1 de abril de 2011

Microcuento

Lo maté en sueños y luego no pude hacer nada hasta que lo despaché de verdad. Sin remedio.

Max Aub

viernes, 18 de marzo de 2011

Hablaba y hablaba...

Hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba. Y venga hablar. Yo soy una mujer de mi casa. Pero aquella criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y hablar. Estuviera yo donde estuviera, venía y empezaba a hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo mismo le daba. ¿Despedirla por eso? Hubiera tenido que pagarle sus tres meses. Además hubiese sido muy capaz de echarme mal de ojo. Hasta en el baño: que si esto, que si aquello, que si lo de más allá. Le metí la toalla en la boca para que se callara. No murió de eso, sino de no hablar: se le reventaron las palabras por dentro.

Max Aub

viernes, 4 de marzo de 2011

Franz Kafka y la niña.

Imagínate a Franz Kafka en una calle de Praga. No, no es Praga, es otra ciudad. Imagínatelo en una calle de Berlín.
En el noviembre de 1923, él y Dora Dymant cambiaron de casa –Grunewaldstrass, 13- y alquilaron dos habitaciones en casa de un médico.
Imagínate a aquel escritor, afectado ya por la tuberculosis, paseando por la calle en una tarde nublada y tranquila.
Una niña llora en la acera. Franz Kafka se acerca a la niña, que oculta su cara bajo mechones pelirrojos. Llora porque ha perdido su muñeca.
-No, no se ha perdido –le dice Franz Kafka. Que no se ha perdido, que no llore, que la muñeca ha tenido que marcharse de viaje y que no se ha despedido de ella porque los adioses son tristes.
-Hace poco me he encontrado con tu muñeca –dice Franz Kafka-, a la salida de la ciudad. Y me ha dicho que te ha escrito.
Imagínate a la niña secándose las lágrimas con las manitas. La niña, desde la profundidad de sus ojos azules, mira al hombre moreno, al extraño mensajero.
El mensajero, Franz Kafka, sube calle arriba con su traje negro y paso lento, para perderse, como el más misterioso de los mensajeros, tras la esquina de la calle.
La niña, durante las semanas siguientes, recibió las cartas de la muñeca, en las que le contaba un viaje extraordinario, cada vez desde más lejos.

Josefa Sarrionandía.